Me
piden que me dirija a vosotros, jóvenes de España, y lo hago gustoso desde el
techo en que me retiene una fastidiosa enfermedad. Lo hago emocionado y
consciente de la responsabilidad que supone hablar a quienes tienen en sus
manos el porvenir de España.
Para
hacerlo no tengo más títulos que una conciencia tranquila, que una ejecutoria
fiel siempre a esa conciencia, porque en estos momentos en que puedo pasar
revista a mi vida, puedo decir sin aspavientos, pero sin falsas modestias, que
de lo único que no me he arrepentido jamás es de haber sido fiel a mí mismo. Lo
importante no es errar alguna vez, que a ese riesgo todos estamos sometidos,
sino actuar siempre a impulsos de lo que en cada momento se crea honestamente,
que es nuestro deber.
Esto
es lo único que puedo exhibir para solicitar ser escuchado. Nunca pretendí el
monopolio de la verdad y cuantas veces he hablado lo he hecho aceptando de
antemano el desacuerdo de unos y, ¿por qué no?, la enemistad de otros.
Sin
duda ninguna la juventud actual es la más cortejada que la historia conoce;
habréis podido observar como cuantos quieren algo piensan en vosotros y a
vosotros se dirigen, porque son conscientes de que la presente generación juvenil
es la superadora ineludible de una crisis de insolidaridad y de fe, que con su
espíritu crítico y con su más amplio bagaje de conocimientos y preparación
trata de encontrar un camino que sea el reencuentro con el propio ser del
hombre.
En
esta situación puede verse como cada cual trata de ganarse a la juventud,
hablando mucho de ella, pero, las más de las veces, todo queda ahí y a la hora
de la verdad no se cuenta con los nuevos valores, que por su propia naturaleza
tienen que suponer el arrumbamiento de otros ya superados.
A
pesar de mis años, conozco bien a la juventud que florece en España; sé que en
ella son minoría raquítica los inconformistas desesperanzados, los
exhibicionistas de la melena y la flor, los depravados del sexo y la droga; todo
eso es conocido por escandaloso y llamativo, pero no llega a manchar una juventud
limpia, laboriosa, que aspira al bien por la libertad.
Mas
no esperéis de mí el halago ni la adulación; faltaría a la autenticidad si no
os dijera lo tremendas que son las responsabilidades que el mundo y la Historia
os reservan. Os engañaría si pretendiera pintaros un panorama de color de rosa.
Yo
no quiero hablaros de derechos, ni siquiera de esos pretendidos derechos del
hombre, que en su propia formulación no pasan de ser una abstracción, con
tintes de cursilería. Yo no puedo hablaros de derechos políticos, sino de
deberes ciudadanos. La libertad, la justicia y tantos otros supremos valores
del espíritu no se consiguen sin esfuerzo, no nos los regalan, hay que ganarlos
con sacrificio, con trabajo, renunciando a muchas cosas, disciplinando nuestra
propia vida y haciendo de ella un permanente servicio a los demás y a la
comunidad en que vivimos. Nadie puede exigir nada si no comienza dando algo y
para conseguir una patria grande y una sociedad justa, ha de comenzarse por
darse a sí mismo, sin más compensación que esa, al mismo tiempo sencilla y al
mismo tiempo grandiosa, satisfacción del deber cumplido.
Yo
sé que para muchos todo esto no es popular, pero creo que es verdad.
Cada
hombre por el solo hecho de serlo está sometido a una serie de obligaciones
para con los demás; de esos deberes naturales e insoslayables que una mística carismática
debe inculcar nacerán solos, espontáneos, sin cólera, los llamados derechos del
hombre, que no son más que la exigencia que el orden político debe crear para
realizar en la sociedad la vida comunitaria, que sólo puede asentarse en el
cumplimiento individual y colectivo de esos deberes de cada hombre para con sus
semejantes. Por eso la misión del Estado no es la de crear derechos o la de proclamarlos
retóricamente, ni siquiera la de asegurarlos coactivamente, porque siempre se
vería desbordado por la realidad y nunca faltarán quienes exijan más de lo que
les pertenece porque son más o porque son más fuertes, aunque no merezcan lo
que piden o simplemente porque saben más leyes o saben gritar más. Entiendo que
un auténtico Estado de Derecho es aquel que es fuerte, porque toma la fortaleza
de la justicia y sabe imponer con una legislación y unos mecanismos de acción
adecuados los deberes a cada uno, empezando, desde luego, por las propias
esferas del poder.
Aunque
esta distinción entre exigencia de derechos o imposición de deberes pueda
parecer sutil, en la práctica conduce a concepciones de la vida diametralmente
opuestas.
Durante
años el capitalismo liberal se ha afanado en crear mecanismos políticos,
jurídicos y sociales para mantener el libre juego de las fuerzas y el
equilibrio de los intereses, de tal modo que sólo ha garantizado, y a duras
penas, derechos previamente aceptados como tales, por lo que el individuo podía
ejercer esos derechos en tanto otro individuo no ejerciese los suyos limitándolos;
lo que quiere decir que los débiles seguían siendo los que no los ejercían,
mientras se va dilatando progresivamente la esfera de acción de los más fuertes
y los más audaces.
Este
sistema no nos vale y contra él habrá de seguirse luchando.
Durante
años también el marxismo, en sus varias facetas, ha tratado de imponer el imperio
de una clase social sobre las demás formaciones sociales, instaurando los
derechos previamente declarados de la misma, hasta aplastar cualquier otro
derecho que, de antemano, se reputa ilegitimo.
Tampoco
nos vale este sistema, no escuchéis sus cantos de sirena.
Ambos
se basan en concepciones pesimistas y negativas: el capitalismo en la
indiferencia; el marxismo en el odio.
Frente
a todo esto sé que vosotros, jóvenes de España, aspiráis a algo nuevo, que sólo
puede tener su base en el amor y la justicia.
Yo
creo firmemente que ello es posible y que a vosotros os toca hacerlo realidad.
En
este orden de cosas sé que a vosotros no os importan demasiado ni el Derecho constitucional,
ni las formas externas; que no os preocupa el color de la camisa ni el
atractivo de una frase feliz. Son las conductas las que definen la política,
son las conciencias las que gobiernan, bien o mal, a los países; no es el
momento ni ocasión de formular un programa, ni siquiera una ideología; eso os
toca a vosotros, ese es vuestro derecho y mis bien vuestra grave responsabilidad,
y no caeré yo en el error de dictar a quienes están capacitados para elegir y decidir
su propio destino.
Como
ya dije en otra ocasión, yo os pedirla que continuéis luchando por un mundo
mejor, que como aquel joven, siempre joven, José Antonio, aunque no compartáis
sus ideas, sepáis ser inasequibles al desaliento; que penséis que nada se
consigue sin sacrificio y que la misión de vuestra edad es la de formarse,
hacerse hombres, ponerse en condiciones de ser útiles a los demás y a la
sociedad que queréis justamente transformar, sin dejaros ganar por el ambiente
ni por los que más gritan (que no suelen ser los que tienen más razón) y, sobre
todo, que sepáis guardar esos ímpetus juveniles, ese ardor y esa noble pasión
sin marchitarse, y cuando ya formados y encaramados en los puestos de
responsabilidad, llegue la hora de convertiros en dirigentes, no caigáis en los
mismos errores, en el mismo conformismo, en la misma hipocresía y en el mismo
materialismo que, con justicia, criticáis ahora; ese será vuestro mejor triunfo
y la más alta misión que os está confiada: ¡la forja del futuro de España! Un
futuro de sinceridad y justicia.
Lo
dicho vale para la juventud en general y en especial para los universitarios,
que por sus conocimientos, su formación y el ambiente en que se mueven, están
llamados a una mayor responsabilidad, ahora y en el futuro. Pero que no olviden
que no son la única juventud, que hay también una inquieta juventud trabajadora
y sobre todo una juventud rural, preterida, empujada al éxodo, con la que hay
que contar porque son la mayoría y porque sin su redención España seguirá
viviendo en una especie de «despotismo ilustrado» de los unos o de los otros.
Si
mis palabras pueden serviros a vosotros de aliento, ese es el único fin que me
propongo; no apetezco flores ni aplausos; sólo quiero deciros que os comprendo,
que de corazón estoy a vuestro lado, porque yo también tuve una juventud rebelde
y puedo aportar un testimonio, el del sufrimiento, que sólo tiene valor cuando
se soporta sin furia, cuando se recuerda sin rencor.
Construid
vosotros la España que sonamos y hacedlo noblemente, no sobre el odio, sino
sobre la concordia de todos los españoles.
Con
una ilusión nunca perdida y con la serena fe de siempre, desde la perspectiva
que dan los años y el dolor que me aqueja, es cuanto tengo que deciros en esta
hora.
[Mundo,
6 de diciembre de 1969, págs. 31-34]