lunes, 16 de marzo de 2015

"Mensaje a la juventud española" de Manuel Hedilla Larrey


Me piden que me dirija a vosotros, jóvenes de España, y lo hago gustoso desde el techo en que me retiene una fastidiosa enfermedad. Lo hago emocionado y consciente de la responsabilidad que supone hablar a quienes tienen en sus manos el porvenir de España.
Para hacerlo no tengo más títulos que una conciencia tranquila, que una ejecutoria fiel siempre a esa conciencia, porque en estos momentos en que puedo pasar revista a mi vida, puedo decir sin aspavientos, pero sin falsas modestias, que de lo único que no me he arrepentido jamás es de haber sido fiel a mí mismo. Lo importante no es errar alguna vez, que a ese riesgo todos estamos sometidos, sino actuar siempre a impulsos de lo que en cada momento se crea honestamente, que es nuestro deber.
Esto es lo único que puedo exhibir para solicitar ser escuchado. Nunca pretendí el monopolio de la verdad y cuantas veces he hablado lo he hecho aceptando de antemano el desacuerdo de unos y, ¿por qué no?, la enemistad de otros.
Sin duda ninguna la juventud actual es la más cortejada que la historia conoce; habréis podido observar como cuantos quieren algo piensan en vosotros y a vosotros se dirigen, porque son conscientes de que la presente generación juvenil es la superadora ineludible de una crisis de insolidaridad y de fe, que con su espíritu crítico y con su más amplio bagaje de conocimientos y preparación trata de encontrar un camino que sea el reencuentro con el propio ser del hombre.
En esta situación puede verse como cada cual trata de ganarse a la juventud, hablando mucho de ella, pero, las más de las veces, todo queda ahí y a la hora de la verdad no se cuenta con los nuevos valores, que por su propia naturaleza tienen que suponer el arrumbamiento de otros ya superados.
A pesar de mis años, conozco bien a la juventud que florece en España; sé que en ella son minoría raquítica los inconformistas desesperanzados, los exhibicionistas de la melena y la flor, los depravados del sexo y la droga; todo eso es conocido por escandaloso y llamativo, pero no llega a manchar una juventud limpia, laboriosa, que aspira al bien por la libertad.
Mas no esperéis de mí el halago ni la adulación; faltaría a la autenticidad si no os dijera lo tremendas que son las responsabilidades que el mundo y la Historia os reservan. Os engañaría si pretendiera pintaros un panorama de color de rosa.
Yo no quiero hablaros de derechos, ni siquiera de esos pretendidos derechos del hombre, que en su propia formulación no pasan de ser una abstracción, con tintes de cursilería. Yo no puedo hablaros de derechos políticos, sino de deberes ciudadanos. La libertad, la justicia y tantos otros supremos valores del espíritu no se consiguen sin esfuerzo, no nos los regalan, hay que ganarlos con sacrificio, con trabajo, renunciando a muchas cosas, disciplinando nuestra propia vida y haciendo de ella un permanente servicio a los demás y a la comunidad en que vivimos. Nadie puede exigir nada si no comienza dando algo y para conseguir una patria grande y una sociedad justa, ha de comenzarse por darse a sí mismo, sin más compensación que esa, al mismo tiempo sencilla y al mismo tiempo grandiosa, satisfacción del deber cumplido.
Yo sé que para muchos todo esto no es popular, pero creo que es verdad.
Cada hombre por el solo hecho de serlo está sometido a una serie de obligaciones para con los demás; de esos deberes naturales e insoslayables que una mística carismática debe inculcar nacerán solos, espontáneos, sin cólera, los llamados derechos del hombre, que no son más que la exigencia que el orden político debe crear para realizar en la sociedad la vida comunitaria, que sólo puede asentarse en el cumplimiento individual y colectivo de esos deberes de cada hombre para con sus semejantes. Por eso la misión del Estado no es la de crear derechos o la de proclamarlos retóricamente, ni siquiera la de asegurarlos coactivamente, porque siempre se vería desbordado por la realidad y nunca faltarán quienes exijan más de lo que les pertenece porque son más o porque son más fuertes, aunque no merezcan lo que piden o simplemente porque saben más leyes o saben gritar más. Entiendo que un auténtico Estado de Derecho es aquel que es fuerte, porque toma la fortaleza de la justicia y sabe imponer con una legislación y unos mecanismos de acción adecuados los deberes a cada uno, empezando, desde luego, por las propias esferas del poder.
Aunque esta distinción entre exigencia de derechos o imposición de deberes pueda parecer sutil, en la práctica conduce a concepciones de la vida diametralmente opuestas.
Durante años el capitalismo liberal se ha afanado en crear mecanismos políticos, jurídicos y sociales para mantener el libre juego de las fuerzas y el equilibrio de los intereses, de tal modo que sólo ha garantizado, y a duras penas, derechos previamente aceptados como tales, por lo que el individuo podía ejercer esos derechos en tanto otro individuo no ejerciese los suyos limitándolos; lo que quiere decir que los débiles seguían siendo los que no los ejercían, mientras se va dilatando progresivamente la esfera de acción de los más fuertes y los más audaces.
Este sistema no nos vale y contra él habrá de seguirse luchando.
Durante años también el marxismo, en sus varias facetas, ha tratado de imponer el imperio de una clase social sobre las demás formaciones sociales, instaurando los derechos previamente declarados de la misma, hasta aplastar cualquier otro derecho que, de antemano, se reputa ilegitimo.
Tampoco nos vale este sistema, no escuchéis sus cantos de sirena.
Ambos se basan en concepciones pesimistas y negativas: el capitalismo en la indiferencia; el marxismo en el odio.
Frente a todo esto sé que vosotros, jóvenes de España, aspiráis a algo nuevo, que sólo puede tener su base en el amor y la justicia.
Yo creo firmemente que ello es posible y que a vosotros os toca hacerlo realidad.
En este orden de cosas sé que a vosotros no os importan demasiado ni el Derecho constitucional, ni las formas externas; que no os preocupa el color de la camisa ni el atractivo de una frase feliz. Son las conductas las que definen la política, son las conciencias las que gobiernan, bien o mal, a los países; no es el momento ni ocasión de formular un programa, ni siquiera una ideología; eso os toca a vosotros, ese es vuestro derecho y mis bien vuestra grave responsabilidad, y no caeré yo en el error de dictar a quienes están capacitados para elegir y decidir su propio destino.
Como ya dije en otra ocasión, yo os pedirla que continuéis luchando por un mundo mejor, que como aquel joven, siempre joven, José Antonio, aunque no compartáis sus ideas, sepáis ser inasequibles al desaliento; que penséis que nada se consigue sin sacrificio y que la misión de vuestra edad es la de formarse, hacerse hombres, ponerse en condiciones de ser útiles a los demás y a la sociedad que queréis justamente transformar, sin dejaros ganar por el ambiente ni por los que más gritan (que no suelen ser los que tienen más razón) y, sobre todo, que sepáis guardar esos ímpetus juveniles, ese ardor y esa noble pasión sin marchitarse, y cuando ya formados y encaramados en los puestos de responsabilidad, llegue la hora de convertiros en dirigentes, no caigáis en los mismos errores, en el mismo conformismo, en la misma hipocresía y en el mismo materialismo que, con justicia, criticáis ahora; ese será vuestro mejor triunfo y la más alta misión que os está confiada: ¡la forja del futuro de España! Un futuro de sinceridad y justicia.
Lo dicho vale para la juventud en general y en especial para los universitarios, que por sus conocimientos, su formación y el ambiente en que se mueven, están llamados a una mayor responsabilidad, ahora y en el futuro. Pero que no olviden que no son la única juventud, que hay también una inquieta juventud trabajadora y sobre todo una juventud rural, preterida, empujada al éxodo, con la que hay que contar porque son la mayoría y porque sin su redención España seguirá viviendo en una especie de «despotismo ilustrado» de los unos o de los otros.
Si mis palabras pueden serviros a vosotros de aliento, ese es el único fin que me propongo; no apetezco flores ni aplausos; sólo quiero deciros que os comprendo, que de corazón estoy a vuestro lado, porque yo también tuve una juventud rebelde y puedo aportar un testimonio, el del sufrimiento, que sólo tiene valor cuando se soporta sin furia, cuando se recuerda sin rencor.
Construid vosotros la España que sonamos y hacedlo noblemente, no sobre el odio, sino sobre la concordia de todos los españoles.
Con una ilusión nunca perdida y con la serena fe de siempre, desde la perspectiva que dan los años y el dolor que me aqueja, es cuanto tengo que deciros en esta hora.


[Mundo, 6 de diciembre de 1969, págs. 31-34]